Tuesday, April 1, 2014

Trascendiendo el paradigma del poder


Trascendiendo el paradigma del poder

Trascendiendo el paradigma del poder
Esta nueva administración de gobierno no sólo debe esmerarse en la buena utilización de los recursos financieros del Estado, sino también en una permanente rendición de cuentas acerca de la efectividad de las políticas que se están aplicando y de la capacidad de gestión en los asuntos públicos. La sociedad tiene derecho a exigir de sus autoridades total transparencia y máxima excelencia en la gestión de los asuntos que conciernen a todos.
Hace doce años escribí en el Utopista Pragmático, revista del domingo del Diario la Nación, un artículo titulado “Trascendiendo el paradigma del poder”. En efecto, allí decía que con el transcurso de los años los políticos concertacionistas centraron su actividad en una lucha por el poder (el paradigma del poder), reduciendo la actividad política a un mero esfuerzo de control de los recursos públicos y personas, en beneficio de la cúpula dirigente de los partidos, sus seguidores, amigos y parientes.
Sin embargo, el foco de la actividad política debe ser el servicio público, el bien común. Ello obliga ayer y hoy día a trascender el actual paradigma del poder, el que es una distorsión ética. La inspiración para la actividad política debe provenir de la solidaridad, porque es un ámbito de servicio a la comunidad nacional y no un negocio. De ahí el alto nivel ético que debe exigírsele a quienes participan de ella, y cuya ausencia la convierte en un espacio propicio para la corrupción. Y entre corrupción y democracia hay una incompatibilidad total, como también entre corrupción y modernización de la sociedad. Por lo tanto, la Nueva Mayoría tiene la obligación de reasumir el componente ético en la política y el servicio público.
Que no vuelva a suceder lo que apareció tímidamente en los primeros años de gobierno concertacionista y que hoy -si miramos el escenario político reciente- lo vemos jalonado de los más diversos escándalos en todos los ámbitos. En efecto, a pesar de las promesas de Piñera candidato, de un gobierno de excelencia en gestión y en ética, su gobierno fue un chasco. O sea, nada nuevo bajo el sol en el país rey de la desigualdad y desintegración ciudadana, como lo demuestran innumerables estudios internacionales.
Lo anterior nos muestra que es necesario que los mecanismos de fiscalización de la sociedad sobre la administración del Estado se perfeccionen aún más. Esta nueva administración de gobierno no sólo debe esmerarse en la buena utilización de los recursos financieros del Estado, sino también en una permanente rendición de cuentas acerca de la efectividad de las políticas que se están aplicando y de la capacidad de gestión en los asuntos públicos. La sociedad tiene derecho a exigir de sus autoridades total transparencia y máxima excelencia en la gestión de los asuntos que conciernen a todos.
Por otra parte, hay que reponer en el escenario la igualdad de oportunidades para todos. Este anhelo dejó de ser una prioridad para la élites políticas durante la Concertación y el gobierno de Piñera. En efecto, durante sus gobiernos se ha producido una gran concentración de la riqueza y del poder, reduciéndose el abanico de opciones que la ciudadanía tiene en, prácticamente, todos los ámbitos. Para que pueda haber igualdad de oportunidades deben existir previamente oportunidades por las cuales optar. Es necesario que la Nueva Mayoría, si quiere cambios de verdad, asegure a la ciudadanía un amplio rango de oportunidades y un fortalecimiento de sus capacidades para optar por ellas. El Estado debe intervenir para robustecer a la sociedad civil, fortaleciendo su capital social, poniendo en práctica un efectivo proceso de descentralización.
Una sociedad civil poderosa requiere abrir caminos de participación de la gente, con reales facultades de decisión. Se necesita que las opiniones, preocupaciones e inquietudes de la comunidad tengan una influencia gravitante. Recomponer la identidad política de los partidos de La Nueva Mayoría exige redefinir sustancialmente sus vínculos con la sociedad civil, abrir sus estructuras a la participación de la gente, sin que sea un requisito para ello ser militante. Nada más nefasto para un partido que la existencia de fronteras rígidas entre sus potenciales electores y sus estructuras decisionales. La vieja concepción militarista de los partidos debe ser remplazada por una organización de la sociedad civil que se funde con ella.
El actual discurso político nos ha acostumbrado a juzgar positiva la reducción de la intervención del Estado, incluso en aquellos ámbitos en los que están en juego derechos básicos de las personas, en el entendido que el sector privado sería el más capacitado y eficiente para administrar- que fue por lo demás la promesa que la coalición de derecha ofreció a los ciudadanos para que los eligieran en el gobierno- y que ha quedado en duda después de los múltiples errores cometidos por los gerentes en la administración del Estado.
La intervención de la empresa privada en el ámbito de los derechos básicos es aceptable, siempre que no involucre un desplazamiento de la participación del Estado. Los derechos básicos son tales porque su concreción no depende de la obtención de lucro y su existencia es anterior a cualquier arreglo institucional, incluido el del mercado. Las posibilidades que se transformen en un ámbito propicio para ello sólo es legítima una vez garantizado el nivel mínimo mencionado y no a costa de él.
Ahora bien, la necesidad de cambios profundos en los partidos de la antigua Concertación es condición básica y no pasa por la reestructuración antojadiza a la que nos quieren llevar los auto denominados progresistas del conglomerado de gobierno, como si la DC no lo fuera. Aplicar esta peregrina idea no nos lleva a nada nuevo. Si cada partido del conglomerado tratara de perfilarse en sí mismo, ello implicaría el fin prematuro de la Nueva Mayoría, porque tal perfilamiento sólo se lograría recalcando las diferencias que existen entre ellos. Lo anterior no invalida la necesidad que se produzca una competencia de ideas que nos lleve a una propuesta que perfeccione la debilitada estructura institucional que hoy tenemos. Que como resultado de esta confrontación de ideas nazcan nuevos aportes al programa de gobierno. Los resultados de la elección presidencial no nos dan patente de perfección programática: todo es perfectible, todo se puede cambiar.
Que me disculpen los representantes oficiosos u oficiales de la idea del programa pétreo e inamovible: para los cambios que Chile necesita no bastan las “condecoraciones del pasado”, es necesario un programa que revolucione el actual estado de cosas y inicie el transito a una sociedad más igualitaria. Lo que queremos no es seguir administrando el proyecto de sociedad de la derecha. Queremos revolucionar y quebrar el status quo imperante y construir una patria más inclusiva.
La Nueva Mayoría es -o podría ser- en sí misma un proyecto de interpretación de las inquietudes ciudadanas, para bien o para mal, y fracturarla en sus componentes implica debilitar su fortaleza, que es haber juntado al centro y a la izquierda en un proyecto político de país, y será ella la que permitirá terminar la tarea inconclusa: más democracia, participación y justicia social para Chile.
Elijamos a Michelle Bachelet como nuestra Presidenta para encabezar una nueva propuesta verdaderamente democrática. Que sea un experimento de corto o largo aliento tiene que ver con qué tan profundo cambiará el país que hoy tenemos y para ello no basta con la suma de los partidos y grupos de la antigua coalición más el partido comunista. Es necesario un movimiento social, critico, fuerte y autónomo que nos exija y acompañe en el cumplimiento de las promesas de campaña.
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